domingo, octubre 09, 2005

El Relojero (Carlos Pérez Cruz)

Abrí la puerta. Entré. Ante mí se abrió un espacio de otra época. Por olor, por luz, por sonido, por tempo.

- Yo no lo hice, lo hizo el joyero.
- ¡Qué chorras! Esto te lo traje hace tiempo.
- Que noooooooo... esto lo hizo el joyero.
- Pero si yo te lo traje para que me quitaras...
- Siiiiiiii, pero yo lo envío al joyero. Tienen que desoldarlo y yo no puedo.

Era un espacio relativamente pequeño. Aislado de la luz exterior por unas gruesas cortinas marrones que impedían ver lo que el escaparate ofrecía afuera.

- Que lo que yo quiero es quitarle...
- Sí, pero lo tiene que hacer el joyero.
- Pero si la otra vez...
- Sí, pero lo mandé al joyero.

Olía a lo que huelen las cosas que necesitan descansar. El sudor del tiempo también afecta a aquellos espacios que nunca se renovaron.

- ¿Y por qué no le pones una correa?
- Naaaaaaaaa, quiero que se quede esta.

Luz tenue. Las paredes, verdes, absorbían la poca luz que emitían dos tubos de luz fluorescente. El resto de lámparas quizá dejaron de funcionar hace tiempo.

- Sí, ¿qué quieres?
- Quiero llenar esta muñeca. No sé si digital o analógico.

Dos altavoces eructaban música. Intentaban sonar pero tenían problemas intestinales que nunca habían conocido solución.

- Tengo lo que hay en el escaparate.
- ¿Miro fuera entonces?
- Sí, y luego me dices cuál quieres.

Volví a abrir la puerta. Esta vez para volver a la calle y mirar el escaparate. Los analógicos eran demasiado simples. Los digitales, tochos. Volví a entrar.

- Tienen que quitarle esto.
- ¿Para cuándo me lo haces?
- No sé, cuando lo mande al joyero te digo.
- Pero si la otra vez lo hiciste tu.
- ¡Se lo mandé al joyero! ¡Qué yo no puedo desoldar!

Un hombre de edad incalculable cuyo rostro me era imposible ver sujetaba uno con una pulsera de oro. Estaba de espaldas a mí, no lo suficientemente encorvado para su edad. Cubría su cabeza, quizá vacía, con una antigua boina.

- Dame tus datos.
- ¿Qué datos?
- Tu nombre.
- ¿Para qué?
- ¡Para que lo pueda mandar al joyero!
- ¿Lo tienes que mandar a algún sitio?
- ¡Al joyero! ¡Yo no puedo hacerlo!

El dependiente tenía sujeta a su cabeza una especie de gran lupa adosada al ojo derecho. Su jersey hacía juego con el resto de la estancia.

- ¿Entonces lo tienes que mandar fuera?
- Sí, claro. Yo no lo puedo hacer.
- ¡Qué chorras! A tomar por culo, da igual.

El hombre volvió a colocárselo en su muñeca. Quizá era todo lo que había hecho esa mañana. Quizá ese hombre creyó que después de toda una vida era el momento de ajustarlo mejor a su muñeca. Precisamente esa mañana. Y después de todo volvería con él tal y como siempre había estado en su muñeca.

- ¿Has elegido?
- Sí, bueno, me quedo el Casio.
- Es el más barato que tengo. Está bien.

Saqué mi cartera del bolsillo y miré cuánto tenía. No había suficiente dinero para pagarlo en metálico.

- ¿Tienes tarjeta?
- No.

Parecía lógico. Las cortinas eran una barrera demasiado seria como para que el tiempo evolucionado hubiera podido entrar en aquella tienda.

- Iré a sacar dinero y ahora vuelvo.
- Espera, que mire si se ajusta bien.

Despacio. Muy despacio. El dependiente fue deshaciendo el nudo que lo unía al cartón que contenía el precio. Podía haberlo hecho rápidamente con unas tijeras. Pero no, el tiempo necesitaba desperezarse como antaño. Sin prisa, consiguiendo el objetivo, pero sin prisa. Sin duda como las cosas debían ser en aquel tiempo en el que en vez de carteles de “Descuentos por jubilación” se habría leído “Descuentos por Inauguración”. Y eso debió haber sido hace mucho, mucho tiempo.

- Te voy a quitar una... ¡no! Creo que dos.
- Muy bien, voy a por el dinero.

Salí de nuevo. Acudí al cajero automático más cercano para sacar el dinero suficiente para poder pagarle por mi compra. ¿Cómo habría logrado sobrevivir ese negocio sin tarjeta durante todo este tiempo?

Volví a la tienda. Me quedé unos instantes mirando la fachada que envolvía ese pequeño reducto del pasado. En torno al escaparate y a la puerta cuatro marcas se publicitaban mediante unos luminosos que ya no lo eran. Volví a entrar.

- Bien, aquí tiene.

Sacó una pequeña libreta de notas. Apuntó el modelo. Apuntó el precio. Me dio una hoja a mí.

- Guárdala por si tienes algún problema.

Sin duda en su interior debió dibujarse una gran y socarrona sonrisa.

- De acuerdo, muchas gracias.

Me dirigí hacia la puerta. Volví a leer uno de los carteles. “Descuentos por jubilación”. Sonreí. Si algún día tenía un problema él ya no estaría para solucionármelo.

Salí y me dirigí hacia mi casa. Por primera vez miré la hora en mi nuevo reloj. Era la hora de comer.

Autor:
Carlos Pérez Cruz